La mujer quedó en silencio por un momento, observándome con su cara de póker. Esa incertidumbre en ella me dejaba muy ansioso. Incluso dudaba si esa mujer era una persona o un robot. Ni en sus palabras tenía ánimo o melodía de lo sintética que sonaba. Aun así, ella fue por una vela roja y me la entregó.
—La prendes a media noche. Debajo de la vela debes de poner un trozo de papel con su nombre. La dejas hasta que se consuma. Del resto del trabajo me voy a encargar yo —explicó.
—¿Nada más? —pregunté.
—Nada más —respondió.
Le pagué y me fui. Tras esto, en la noche cumplí como lo explicó. Dejé la vela encendida en mi habitación y en la mañana, solo quedaba el papel. Ni una gota de cera quedó de residuo. Esperé varios días, y cuando llegué a la casa de mi amigo la vi a ella. Carolina me observó como si estuviera
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